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La gran magia de Cuba: mar, montañas, islas de coral y música

Arrullado por las vibraciones musicales, uno también se extasía con las atmósferas de algunas de las ciudades coloniales más bellas del Caribe, como La Habana y Trinidad.

Bastaron unas pocas sílabas para que el gran intelectual y antopólogo Fernando Ortiz definiera la esencia de la cubanidad: negro, tabaco y tambor, nunca separados de blanco, azúcar y guitarra. Cuba es mezcla, es creolización: un laboratorio alquímico donde hace cinco siglos comenzaron a amalgamarse, no sin traumas, la cultura de indios y españoles, campesinos canarios con esclavos africanos. De La Habana a Varadero, pasando por Trinidad, he aquí un itinerario que combina encanto y nostalgia.

De la energía de la naturaleza a la inmersión en la cultura
Las duelas de los barcos que habían surcado el Atlántico se convirtieron en tambores. Los palos de madera se convirtieron en las claves de la rumba. La metamorfosis de la cuerda andaluza dio origen a la guitarra cubana y la postura erguida del flamenco arraigó, como en la danza ritual africana, para extraer energía de la tierra y convertirse en la actual danza en pareja. La transculturación invistió también al Barroco: esa arquitectura aquí poco mística se casó con los lunetos de cristal, los juegos de sombra y ventilación necesarios para aliviar el clima opresivo del trópico. La santería, ese proceso que mantiene vivos a santos católicos y divinidades africanas sicretizadas en orishas que ostentan vicios y virtudes muy humanos, es fruto de la misma poderosa síntesis. Cuba es un repertorio de gran magia: mar, montañas, islas coralinas, música (el regalo de la isla al mundo) y algunas de las ciudades coloniales más bellas del Caribe. La Revolución de Fidel Castro la ha congelado hasta convertirla en uno de los últimos bastiones socialistas del planeta.

La Habana
En La Habana es obligada una parada en el restaurante El Ajibe, en el barrio de Miramar, donde desde hace años preparan el mejor plato de arroz, pollo y crema de frijoles negros, el gran clásico de la cocina cubana. La receta sigue siendo la de la abuela Petrona: pollo cocido con ajo y zumo de naranja amarga servido con miel y canela. La salsa eterna sale de las pequeñas radios del atestado camelo, el autobús público hecho con viejos remolques, llamado así por su curiosa forma de joroba. También hay música en el Malécon, el paseo marítimo de La Habana que domina el estrecho de la Florida y donde el yeso se desmorona inexorablemente: al atardecer, a falta de bares, basta una gran radio sintonizada en Radio Taíno para insinuar un paso de salsa y celebrar las horas felices. La música sigue viva cada noche en el Tropicana, el cabaré bajo las estrellas más conocido del Trópico, una gran villa en el verde, un poco apartada, que tuvo que recurrir a los grandes nombres de Frank Sinatra, Sarah Vaugham y Nat King Cole para ponerse en marcha en 1947. Sus bailarinas, con medias de rejilla, uñas de plata y pestañas postizas, cuentan la historia de la música y el baile en el increíble almacén de rituales que es Isla Grande. Una historia que continúa hasta altas horas de la noche en la Casa de la Música, la discoteca de salsa con música en directo que ocupa un antiguo teatro de los años 50 en el barrio de Miramar Playa. Y que los domingos por la tarde se escenifica en el Callejón de Hamel, el callejón de coloridos murales de Centro Habana donde nació el feeling, el bolero con claras reminiscencias jazzísticas. Trajes fosforescentes, rulos rosas, esqueletos de bicicleta: todos bailan en el trance de la rumba, el más popular de los bailes cubanos nacido tras la abolición de la esclavitud, cuando en los barrios marginales se empezó a festejar con bajo, claves y tambores. En el callejón escasea el espacio, el ron al contrario: se mezcla con Tukola, el chinotto local que sustituye a la Coca Cola, en esta versión local del Cuba Libre. De día, se sumerge en las calles a cuadros de La Habana Vieja. La Plaza de Armas con su Castillo, la Plaza San Francisco renovada hace unos años, la Plaza Vieja con algunos de los edificios coloniales más bellos de la ciudad. El centro histórico, con edificios que datan del siglo XVI, encanta con sus patios, fuertes que defienden la bahía, rejas y vitrales, las lunetas de cristal de colores que decoran las ventanas. La pintoresca calle Obispo, con sus pequeñas tiendas que venden algo más que puros, divide en dos La Habana Vieja y conduce a la Plaza de la Catedral, con su mercadillo y su fachada de piedra de coral, suave e irregular como una ola, al estilo del barroco tropical. A tiro de piedra, en la calle Empedrado, está la Bodeguita del Medio, la tienda de ultramarinos de los años 40 abierta a medio camino (de ahí lo de medio) entre el puerto y el Paseo de Martì. Hemingway solía pasar por allí por las tardes, a tomar un mojito, para aliviar la tensión tras una jornada de pesca. Decían de él en Cuba que poco sabía del mar antes de que Gregorio Fuentes, el marinero-capitán de su Pilar, lo rescatara durante una tormenta frente a Dry Tortugas, en el Golfo de México. Cuando pasaba por aquella popular trattoria que había ocupado el lugar de la antigua tienda de ultramarinos o Casa Martínez, Papá Hemingway se sentaba bajo un ventilador que colgaba del techo y coleccionaba una asombrosa cantidad de vasos de ron, hierba buena (de menta), hielo y mucha agua, el mojito en realidad (sin azúcar, para la diabetes), observando a su alrededor, según relataba en Islas de la corriente, a pescadores y campesinos. Por la mañana, ya sobrio, se lavaba, se afeitaba y se cambiaba. Siempre en la misma habitación del Hotel Ambos Mundos, en la cercana calle Obispo, número 511. Aquí había hecho la mejor elección, la de una habitación no demasiado grande (que se podía visitar), «ideal para trabajar», en la quinta planta, con vistas al Palacio de los Capitanes Generales (hoy Museo de la Ciudad y sede de la Oficina del Historiador) que se desvanecía hasta el mar, hasta la bahía.